viernes, 25 de septiembre de 2015

El verdadero "Play" del año comienza en Otoño.

Bienvenida la estación más odiada por el regreso de la rutina, madrugones, horarios estrictos...

Aunque luego está una porción de gente que, como a mí, le encanta ese cambio de tiempo. Parece que todo se renueva, o que está en ese proceso. Me he asegurado que fue el jueves cuando comenzamos el equinoccio por que hoy en la ducha ya volví a trancar el desagüe con kilos y kilos de cabello que decide suicidarse antes de notar que los días se irán acortando hasta tener que merendar bajo una farola.

Nos volverán a masacrar a publicidad de complementos vitamínicos para sobre llevar mejor el proceso y prepararnos para la operación bikini 2016. Porque la del año en el que se está siempre falla. Los propósitos de salud se realizan más en esta estación que en enero. Tras las Navidades estamos tan rellenos de sobras de cena-comidas familiares que ya damos por perdido ese mes, y medio bote de sales de frutas.

Enseguida llegarán a las carteleras "pasteladas" cinematográficas para olvidar ese amor de verano que no superó agosto, o simplemente para excusarse y negarse a dejar los helados por este año. Que las penas con stracciatella son menos penas, y esto es así; y no me lo discute ni Richard Gere. Aunque si el gusto por el otoño es heredado por publicidad subliminal algo de gracias habrá que darle a los americanos.

Lo peor no es que te sorprendas en el sofá con el tarro de helado más tieso que cuando lo sacaste del congelador, sino que pongas en bucle canciones del ilustrísimo señor Ivan Ferreiro. Eso ya remata a la media melena que no has mudado aún. Y es que como canta el susodicho, "desde aquí desde mi casa, veo la playa vacía, ya lo estaba hace unos días, ahora esta llena de lluvia" ya quisiera ver yo la costa, aunque fuese oler el mar en cada ráfaga de temporal, pero me tocó ver llena de coches la M30. Qué se le va a hacer.

Ésta es la época idónea para recuperarse, sea cual sea el lugar, tomar aire y asegurarse de que el pasado no te alcanza. Que no importa lo cansadas que estén las energías, las que varían más por el entorno del que nos rodeemos que por el peso de nuestras metas y objetivos. Que cada etapa tiene fecha de caducidad y hay que asimilarla, todo está en proceso de cambio, de metamorfosis, aunque repitamos errores. Dejemos de pensar que somos las hojas que perecen en esta época, para darnos cuenta de que somos el tronco, cuyas raíces nos sostienen de verdad, mientras que nos deshacemos de la maleza, aquella que sólo nos acompaña en etapas de esplendor. Meros adornos con intereses integrados. Ahí es cuando debemos dar gracias a la gravedad, minimizar el consumo durante este fin de semana para reponer esa visión o punto de referencia que nos entristece. Nos desquiciamos por tanto hacer y, a veces, es mejor permanecer durmiendo. 



A veces, se juntan las cicatrices del verano con las que siguieron sangrando en primavera. 







domingo, 20 de septiembre de 2015

Mi experiencia con una tiroidectomía.

Regreso con las pilas cargadas al otoño de la ciudad cuya sanidad me ha salvado la calidad de vida, sino la misma vida.

Sé que no hay mucha información sobre el problema de salud que acarreaba desde hace varios años y querría exponer, a modo diario una breve experiencia que duró meses hasta conseguir quitar el "bicho" de mi cuello.

Al mudarme a la capital cambié lógicamente de centro de salud, el cual me asignó el Hospital Ramón y Cajal como centro de especialidades en mi problema endocrinológico. Tras muchos intentos de dominar a la "bestia" con sus brotes a base de infinidad de pastillas, mi Doctor me ingresó a finales de Mayo para poder estabilizarme en planta y poder extirparme la tiroides. Un cirujano ya se había opuesto semanas antes por la peligrosidad y el carácter tirotóxico de mi enfermedad.

Con el nivel de hormona (TSH) en 30, cuando el valor normal es no pasar de 3, no conseguía mantenerme de pie aunque también se me había olvidado lo que es sentirse normal. Ingresé feliz como si fuese a por el décimo premiado en Navidad; sabía que una vez estabilizada saldría de allí con el tajo en el cuello.

Me suministraron pastillas y yodo Lugol, que es yodo puro ya que el radiactivo no me hacía ningún efecto. Estaba pletórica en mi habitación individual, a pensión completa y a reposo semi-absoluto, el control de enfermeros de la 5ª planta en la que estaba era realmente fantástico. De mi caso se hizo cargo otro cirujano, cuyo equipo me visitaba cada 2 días para palpar el tejido que mi cuello albergaba, estirado y rojo de la presión por el tamaño.

Estuve ingresada 15 días, se dicen rápido, y aunque estuve muy agusto en todos los aspectos, no quería salir de allí sin haber pasado por quirófano. Cuando el cirujano se presentó a examinarme a 3 días de la fecha de la operación, se echó para atrás. Se me cayó el mundo encima, por no decir que empecé a hablar en arameo, alterada, recobrando taquicardias del disgusto. Intentaron explicarme que si me abrían me quedaba en la mesa de operaciones porque el tejido era muy sangrante y no podían correr ese riesgo. Nunca supe muy bien si ese motivo fue realmente el primordial de la tardanza o que entramos en el verano y había problemas de agendas y de camas.

Me dieron el alta mientras recogía mis cosas llorando, pensando en si me recuperaría algún día, en si merecía la pena el riesgo. Seguí llorando mientras abandonaba el hospital, fue algo extraño ver cómo yo me iba destrozada cuando lo normal es entrar preocupada y salir feliz.  Me sentí desahuciada cargando mis cosas hacia la salida.

Seguí las instrucciones al pie de la letra en casa, en Madrid, en verano. Fue un horror la espera, la impotencia de no saber cuándo volverían a intentarlo, la impotencia de pensar que este verano lo estaba pasando por tercer año postrada en la cama. Caminaba por las noches y calculando siempre los horarios de las tomas de comidas y medicación. Me acostumbré a tal horario que aún ahora me cuesta saltarlo. Se dice que una transformación se convierte en hábito tras repetirlo durante 21 días, pues bien, yo estuve 2 meses casi exactos.

Finalizando el mes de Julio y viendo cómo la gente me repetía una y otra vez que hasta metido el otoño no se acordarían de mí  (esto me animaba mucho, sobre todo a mis hormonas descontroladas), llegó el día en que un número muy largo me llamó al móvil. Era el hospital, era jueves y me comunicaron que el lunes a primera hora entraría a quirófano por lo que debía ingresar el domingo a la tarde. Lo pregunté mil veces para constatar el hecho. Era mi cuarto intento y si se volvían a echar atrás juraría clavarme un bolígrafo Bic a modo de amenaza de traqueotomía. Tanto tiempo de reposo hizo mella en mis ideas desesperadas.

Llegué el domingo, hice los oportunos trámites, ya sabidos de memoria, al igual que el funcionamiento de la televisión, la cama anatómica, los diferentes botones...etc. Eran las 19.00 cuando la enfermera me guió hasta la décima planta, en la cual estaba mi nueva habitación, para mi sorpresa también individual. Me puse la tela de paracaídas que ellos llaman pijama y deshice el macuto que había usado 2 meses atrás. Al momento apareció otra enfermera indicando que marchaba a preparar mi quirófano ya que era la primera en la lista al día siguiente. Sólo se me ocurrió decirle que no fuera a preparar nada que el bisturí iba a coger polvo de tantas horas. Yo temía que algo fallase y tuviese otro amago de extirpación.

La cena, como toda comida de hospital, exquisita. Debo ser la única persona de España a la que le encanta la comida sosa/sana/a mesa puesta. De postre me dieron un par de tranquilizantes, que no me hicieron nada hasta pasadas las dos de la madrugada.

El lunes 27 de Julio me despertó un enfermero indicándome que me duchase con un jabón líquido rosa, que era antiséptico. Me colocó la bata que deja al descubierto la dignidad y me tapé en la cama esperando al celador. Para mi sorpresa aparece el cirujano para palpar el cuello. La cara que puso me provocó un vuelco al corazón, y eso que me habían vuelto a suministrar un tranquilizante matutino.
Me preguntó si había seguido las instrucciones de la medicación y el yodo, a lo que contesté que había sido a rajatabla. Ahí me di cuenta que la operación sería complicada porque 2 meses no habían servido para endurecer el tejido de mi odiada tiroides. Pero yo no estaba nerviosa por eso, pasase lo que pasase no me enteraría de nada. Sólo me preocupaba despertar y seguir con la dichosa glándula en mi cuerpo. Tras la visita del cirujano apareció el celador, muy majo y agradable, que me llevó a la planta de la sala de operaciones. Tras no callar y soltar chistes por los nervios y la euforia por reprimirme bailar una jota de alegría en plena camilla y con camisón, saludé a mi familia con una sonrisa de oreja a oreja indicando que nos veríamos luego. Al entrar a la sala ya noté la bajada de temperatura. Un chico joven se presentó como mi anestesista y empezó a revisar los datos. No se creía que tuviese la edad que tengo. Según la mayoría tengo cara de niña y aparento menos. Cuando llegó a pronunciar mi apellido, lo hizo bien y a la primera, signo inequívoco de que era gallego; comenzó a colocarme la vía. Nunca me habían pinchado en la parte superior de la mano pero tampoco me enteré. Había mucha gente colocándome pegatinas, sensores, cables, preparando la cubertería y recogiéndome el cabello mientras yo hablaba y preguntaba con una sonrisa enorme en el rostro. Cuando el gallego me colocó la mascarilla y me indico que inspirase hondo le pregunté si era la anestesia, a lo que me respondió que sólo era oxigeno. Enseguida le dije que entrasen ya los cirujanos antes de dormirme para decirles que quería una cicatriz grande. Me contestó poniéndome de nuevo la mascarilla y tomé el "oxigeno", sentí que flotaba y que me entraba una risa propia de los cigarrillos de la risa, le volví a quitar la mascarilla y le solté: ¡esto sí que es anestesia cabrón! Y me dormí de la forma mas gustosa que recuerdo en la vida.

Recuerdo que desperté antes la parte auditiva que la visual o la sensitiva. Me desperté por las llamadas del anestesista gallego y por los pitidos de las máquinas a las que estaba enchufada como un adaptador; luego ya noté en mi brazo derecho una presión cíclica, al momento comprendí que era el medidor de tensión. Cuando conseguí abrir los ojos ahí estaba el de la mascarilla mirándome y diciendo que me iba a planta, que ya había pasado todo. Tras una tiroidectomía lo normal es no poder hablar, tragar, beber y estar dolorida; así que me preparé para el dolor. Tragué para carraspear y poder preguntar si había perdido mucha sangre. No noté ningún ápice de dolor ni molestia, de hecho esa primera frase recién despierta la realicé sin problemas de tono ni molestia.

Cuando subí a planta permanecí durmiendo un par de horas, la pérdida de sangre me había dejado agotada. Según fui despejando los efectos de la anestesia, me hicieron tomar un café con leche. No me apetecía nada, aunque pude tomar algunos sorbos que me  hicieron entrar en calor tras los pocos grados del quirófano. Cuando retiraron la merienda, me obligaron a sentarme para que los drenajes expulsasen más sangre de la zona del cuello. El hecho del pequeño impulso de levantar el cuello para levantarte o acostarte si que era molesto, es como un dolor de agujeta intensa, por la posición del cuello en la cirugía.

Estaba en el asiento con las botellas enganchadas a ambos lados de mi pecho, durmiéndome de nuevo, así que pedí que me volviesen a dejar en la cama y me dejasen descansar o que me dejasen levantarme y caminar para despejar la galbana que aún tenía en el cuerpo. La enfermera me miró como diciendo que sería bajo mi responsabilidad, que estaba bastante débil para caminar. Yo prefería luchar con las piernas que con los párpados así que puse las botellas de los drenajes en una bolsa como Calimero, me agarré del brazo de mi padre y me puse a dar vueltas por la planta. Luego otro paseo con mi madre y otro con mi hermano pequeño. Despejé ipso facto. Llegó la hora de la cena y me trajeron dos hamburguesas que me metí entre pecho y espalda sin ningún problema. Me encanta la comida del hospital ¿lo he dicho ya?


La noche la pasé bien, a secas, porque con las botellas no puedes girarte mucho y la molestia del dolor de nuca te recuerda que no debes hacerlo. Pero pude descansar sin problemas. A la mañana siguiente tomé el desayuno perfectamente, era café con leche y pan con aceite. Os preguntaréis si pude tragar el pan sin problemas, a lo que os respondo que tras 2 hamburguesas a menos horas de recuperación, ese bollo no era nada. Estaba algo molesta por los cables, son un incordio y como veis en la imagen, lo normal es colocarlos a los laterales de la incisión, pero como tengo un tatuaje en una clavícula, los colocaron más abajo de lo normal añadiendo largura de cableado interna, vamos que bajo la piel tuve un circuito de cableado bastante curioso. Antes de la cirugía pedí que estropeasen el tatuaje que no me importaba, lo primero era extirpar la glándula. Pero los 3 cirujanos que me llevaron en la sala de operaciones se enamoraron de él y por eso modificaron las incisiones. 
Antes de la comida ya me habían dado el alta, quitado el cableado y la vía, y dado instrucciones sobre cómo hacerme las curas hasta que me quitasen los puntos. Los días de después pude hacer vida completamente normal, tuve dieta rica en calcio por precaución de las paratiroides pero comí de todo, no me atragantaba al beber líquidos ni tuve dolor ni impedimentos para ladear el cuello. Hicieron un trabajo espléndido aun llevándose la sorpresa al abrir de que la tiroides era más grande de lo que habían previsto. Y ni con esas circunstancias me tocaron las cuerdas vocales, que estuvieron sufriendo compresión todo este tiempo. Recuperé mi tono en la primera frase que le pronuncié en la sala de reanimación.







A los 10 días tuve consulta con el cirujano para que me quitase los puntos de los drenajes y el hilo de la incisión. No me enteré. Me duele infinitamente despegar el esparadrapo del brazo cuando me hago analíticas, pero me abren el cuello y no me molesta nada. Otra anomalía junto con el gusto por la comida hospitalaria.

Ahora llevo unas tiras de silicona que protegen la incisión del sol, ya que coincidió en verano, pero sólo se aprecia un arañazo de color rosado que con el tiempo desaparecerá. Pedí que me cerrasen con grapas pero no quisieron estropearme el tatuaje como para que me hiciesen caso. No me quedará cicatriz, sólo el mal recuerdo de tres años enferma y una pastilla de hormona sintética al día de por vida. Pero ¿qué es una sola pastilla después de haber pasado de 30 comprimidos diarios?






"Vivo sin tiroides, ¿cuál es tu superpoder?"